Antonio Álvarez de la Rosa
[La Opinión de Tenerife, 2 de julio de 2006]
Uno de los efectos colaterales de la ancha y larga permanencia en el poder es que a sus ocupantes acaban saliéndole tentáculos. Atenazan y estrangulan a quien se mueva en contra de sus intereses, incluso acogotan a los que no pueden hacerles daño, dada la poquedad de sus fuerzas. Es, en el fondo, una deriva del absolutismo, solo que ahora maquillado por las urnas. Es la tentación natural de quien acaba creyéndose que la sociedad, gobernada gracias a la elección democrática, es como un coto privado: cualquier rincón, árbol, arbusto o matojo debe estar sometido a su control y, una vez comprobado el sometimiento del medianero, regado, abonado o deshidratado. Desde que se consolidó nuestro esqueleto democrático, tanto la izquierda como la derecha gobernantes, han tratado, por ejemplo, de amordazar, manipular o modular la cultura, la grandilocuente, la proclamada a bombo y platillo, o la que se organiza, practica y difunde desde la red cívica de nuestro país.
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